Imaginemos por un momento que, nada más acabar la Guerra Civil española, un ejército de diez mil mercenarios al servicio del bando vencido queda atrapado en Madrid. Y puestos a imaginar, sigamos imaginando que esos diez mil mercenarios, desempleados y rodeados de enemigos, no tienen otra alternativa para salvar el pellejo que dirigirse al puerto de Valencia, lugar al que finalmente conseguirán llegar, pero no antes de darse una vuelta por las dos Castillas, Andalucía y buena parte del Levante.
Pues bien, algo parecido, salvando las distancias geográficas y temporales, distancias que no hacen otra cosa que engrandecer la gesta que ahora nos ocupa, fue lo que diez mil griegos llevaron a cabo, allá por el 401 a.C., en el corazón del poderoso Imperio Persa. Los hechos discurrieron, de forma resumida, de la siguiente manera:
Había subido al trono persa Artajerjes II, quien tenía un hermano llamado Ciro (al que la posteridad colocaría el apellido de el Joven para distinguirlo de su tocayo el Grande) con el que no tenía muy buenas relaciones, enemistad que, al parecer, fomentaba la propia madre de los muchachos. Aun así, y aunque Ciro ya había sido acusado por el sátrapa (gobernador o jefe de una provincia) Tisafernes de conspirador, al hermanito se le había permitido mandar una provincia, seguramente más por mantenerle alejado que por sus dotes para el gobierno.
Pero la ambición no tiene límite y, finalmente, Ciro decidió pasar de la conspiración palaciega a la acción militar y reunió un ejército de persas leales, ejército escaso, lo que le obligaría a buscar fuerzas mercenarias en el exterior. Y qué mejor lugar para estos menesteres que la vecina Grecia, donde miles de soldados con pocas ganas de dejar el oficio y dedicarse a las tareas de la vida civil andaban en paro forzoso tras el fin de la Guerra del Peloponeso. Y es así como diez mil griegos, al mando del espartano Clearco, se plantaron en Persia para poner a Ciro en el trono.
Las tropas de los hermanos se encontraron en Cunaxa, aldea que dio nombre a la batalla que allí se libró y en la que, a pesar de que los griegos vencieran al enemigo en su flanco, Ciro el Joven fue muerto. Como quiera que la parte contratante había dejado este mundo y los persas leales se habían esfumado, los mercenarios griegos se encontraron, de súbito, a miles de kilómetros de su casa, sin otra causa por la que luchar que la de su propia supervivencia, que no es poco.
Tisafernes, que andaba metido en todos los fregados, llamó a los generales griegos para buscar un arreglo. Y como el sátrapa tenía claro que los griegos eran superiores en la batalla, pero enemigos al fin y al cabo, no se le ocurrió otra cosa que cortar las cabezas de Clearco y su estado mayor, en el entendimiento de que sus soldados, descabezados, no dudarían en rendirse.
Pero los griegos no estaban por la labor. Nombraron nuevos jefes, entre ellos Jenofonte, quien nos contaría más tarde, bajo seudónimo, esta historia en su Anábasis, y decidieron volver a casa. Y es ahí donde empieza la retirada propiamente dicha. El camino elegido fue hacia el norte, en busca de las colonias griegas del Mar Negro. Hostigados por los persas en la llanura, cruzaron el Tigris y se adentraron en las montañas de Armenia, donde Tisafernes dejó de molestarles, cediendo el trabajo a la crudeza del relieve. Finalmente consiguen llegar a Trebisonda, donde comienzan las gestiones para ser repatriados por mar a Grecia. Aún tardarían en llegar a casa, más que nada porque ni siquiera las propias ciudades griegas se fiaban ya mucho de un cuerpo de ejército capaz de venderse al mejor postor, aunque éste fuera el que hubiera arrasado Atenas años antes.
Hasta aquí el resumen de lo acontecido. Por supuesto, siempre se le pueden poner pegas al relato un tanto novelesco que Jenofonte hiciera de la expedición. Se puede decir que, en realidad, eran trece mil y no diez mil. O que al rey persa Artajerjes los diez mil nunca le preocuparon demasiado, una vez muerto su hermano. Incluso se podrá argumentar que Jenofonte no tuvo el papel que él mismo se atribuye en su libro, siendo otros los verdaderos líderes de la retirada.
Pero lo que no se podrá negar es que este hecho, con adornos o sin él, demostró a los griegos que el Imperio Persa era, como han dicho algunos historiadores, un gigante de arcilla y que se le podía montar una guerra en casa sin mayor problema. De hecho, el rey espartano Agesilao primero y, cómo no, el gran Alejandro después no dudaron en dirigirse contra los persas.
Por cierto, y para acabar con algo de justicia poética este artículo, ¿sabéis qué ofrecieron los persas a Agesilao como presente de buena voluntad en las negociaciones de paz? Pues sí, la cabeza de Tisafernes, literalmente.
Bibliografía recomendada:
Anabasis, Jenofonte.
Griegos y persas: el mundo mediterráneo en la Edad Antigua, Hermann Bengtson.